Me preocupa ser una de esas madres sobreprotectoras que evitan que su hijo haga cualquier cosa en la que exista una probabilidad más alta de lo habitual de caerse, o de ponerse enfermo, o de sufrir algún tipo de frustración que le traumatice de por vida. Por mi forma de ser, hipocondríaca y un poco histérica, y mi tendencia a preocuparme en exceso, tengo muchos puntos de ir por esa vía. Así que, como no quiero serlo, hago un esfuerzo muy consciente por evitarlo; a veces respiro hondo, intento serenarme y me digo a mí misma: “Bueno, no pasa nada, si se cae ya iremos al médico, no será la primera vez ni la última que se haga daño”. Claro está que voy a poner todas las medidas de seguridad oportunas en torno a mi hija y voy a tener mi casa preparada para el hecho de tener, dentro de unos meses, a una niña correteando por ahí con una estabilidad más que cuestionable, pero soy consciente de que no puedo protegerla siempre. Además, la sobreprotección lleva en muchas ocasiones a que los niños se pierdan experiencias inolvidables.
Esta semana por fin ha vuelto a llover en Mallorca (llevábamos unos meses de sequía…). La última vez que había llovido mi hija era tan pequeña que ni se fijaba, pero ahora sí que se fija y se queda alucinada, parece que no puede entender cómo es posible que caiga agua así como así, ¡pero le encanta! Se emociona mucho porque parece que se da cuenta de que es distinto a lo que está acostumbrada.
Y viendo su carita de sorpresa recordé de pronto que cuando yo era niña estaba deseando que lloviera para salir corriendo a mojarme, y que mi madre me decía: “métete pa’ dentro ahora mismo”, y yo me hacía la remolona. Así que en lugar de ser la mala que regaña, lo que hice fue salir corriendo hacia ellos y nos abrazamos los tres mientras nos mojábamos, riendo, y la niña se dio cuenta de que era un momento especial porque empezó a gritar y a reír, emocionada, tan feliz… No creo que olvide nunca su expresión bajo la lluvia, ese abrazo, o al menos no olvidaré las sensaciones de ese momento. Fue muy bonito, de verdad, vale la pena de vez en cuando olvidar las preocupaciones y los corsés y dejarse llevar por emociones irreflexivas. Los bebés llegan al mundo en blanco y de sus experiencias se van construyendo… Y pocas cosas mejores hay que sentir el mundo, la naturaleza, la hierba, el agua y el cielo.
Así que mi consejo (y muy especialmente me lo doy a mí misma) es intentar vivir el momento con nuestros hijos, dejarnos llevar, al menos de vez en cuando, por la emoción y no ser unos plastas que nos pasemos el día diciendo “no” o poniendo pegas y normas para todo: “no saltes”, “no te manches”, “no te metas en la arena”, “no andes descalzo”, “no te mojes”, “no pises los charcos”, “no grites”, “no corras”, “no toques”, “no comas chocolate”, etc., porque de lo contrario corremos el riesgo de convertirnos en auténticos monstruos de regañar.
P.S.: Madre mía, me he puesto muy en plan carpe diem ¿verdad? Y por si os lo estáis preguntando: no, no se ha resfriado ni le ha pasado calamidad alguna a la niña por mojarse con la lluvia, como la yo más cenizo habría supuesto en un principio. Así que nada, ¡a vivir que son dos días!