Bueno, como veis llevamos un verano ajetreado porque hace bastante que no escribo en el blog, de ahí el título de mi entrada. La verdad es que nuestra pequeñaja no es que se porte mal, se porta muy bien, es buena de llevar y llora muy poco (prácticamente nada desde que nació), pero es cierto que quiere muchos bracitos y caso constante, además de que empieza a estar un poco “enmamada” y por las noches mama mucho y yo descanso poco (supongo también que tiene sed).
Así que no me ha quedado mucho tiempo para escribir, entre mi proyecto actual (estoy editando un libro de estudio), cuidarla a ella y limpiar un poco la casa (que dicen los japoneses que como tienes la casa es un reflejo de cómo tienes el alma y yo tengo el alma hecha una leonera).
Además, llevo una temporada que me acuesto bastante tarde, de madrugada, porque me va mejor para trabajar y me concentro con el silencio nocturno, así que también nos levantamos un poco tarde y ya no podemos ir a pasear, hace demasiada calor. Como no salgamos a pasear a eso de las 9 de la mañana, o como muchísimo a las 9 y media, después el camino de vuelta del paseo se hace del todo insoportable y me parece que es peligroso para la niña, así que cuando nos dan las 10 y pico ya ni lo intento. Eso hace que todo el día sea más complicado, porque a ella le viene muy bien un paseo mañanero para relajarse, y si no paseamos de buena mañana hay que dejarlo para las 7 o las 8 de la tarde. Es lo que tiene el verano, ¡un calor inaguantable!
Así que yo, que soy totalmente antitelevisión y antipantallas para los bebés (esto tengo que comentarlo en profundidad en otra entrada) de vez en cuando sucumbo y le pongo un ratito pequeño de Baby Einstein o de las canciones de Miliki en versión digital, sintiéndome muy culpable, por cierto, pero a la vez pensando: “No puedo más, tengo que tener 10 minutos de tranquilidad”.
No obstante, es cierto que llevo un buen verano. No sé por qué, en los últimos años, el mes de agosto había sido para mí una especie de cárcel. Odio el calor, las aglomeraciones, esa especie de obligación de estar de vacaciones quieras o no y la lentitud con la que va todo; todo está cerrado, todo tiene que esperar a septiembre para que se reactive (septiembre sí que es un mes que me encanta, ¡nuevos comienzos!). Por eso en agosto solía estar muy mal de ánimo, muy abatida y sin ganas de hacer nada de nada, solo de estar recluida en casa.
Y este año, el primer verano con mi hija, estoy agotada, siento que mi cuerpo no da más de sí, que no tengo tiempo de nada… ¡pero estoy feliz! :D Supongo que es el milagro de los niños. Trabajo, agotamiento, exigencias, demandas constantes, hacerlo todo planificado, deprisa y con condiciones, ¡hasta ir al baño!, y una felicidad tan inmensa que no te cabe en el pecho.