Aun a riesgo de que mi peque lea esto en un futuro y se niegue en redondo a ingerirlos, debo decirlo: odio los guisantes. Me parecen unas cositas molestas y desagradables, con poco sabor (afortunadamente) y de textura puaj que encima dan un trabajazo para apartarlas cuando no te gustan. Vamos, que no entiendo por qué la gente se los echa a las cosas ni su misma existencia más allá de haber servido a Mendel para postular sus famosas leyes de la herencia genética.
Pero el caso es que en el restaurante chino de al lado de casa se los ponen al arroz con pollo y que, salvo por este detalle, la comida está muy rica. Por eso, de vez en cuando pedimos comida china a domicilio para cenar porque está buena, y porque es rápido y es cómodo. El problema es que siempre sobra porque las cantidades son grandes, y las sobras me tocan a mí para comer más adelante, a mediodía, cuando estoy sola con la niña.
Hoy ha sido uno de esos días. Y no sé por qué, la niña no ha querido ni siquiera estar tranquilamente en la hamaquita a mi lado mientras comía, cosa que hace siempre, así que he tenido que comer con ella en mi regazo porque la alternativa era dejarla llorando (qué raro, espero que no se esté poniendo malita…). Y cuando comes con un bebé de 5 meses removiéndose en tu regazo lo único que quieres es engullir la comida a toda velocidad, no saborearla, así que por supuesto no tienes tiempo de estarte escarbando el arroz para apartar guisantes y otras menudencias similares. Y hala, to’ pa’ dentro sin contemplaciones, guisantes incluidos, casi sin tragar siquiera para no percibir la textura.
Así que ya veis, de ahí viene el título de mi entrada, una versión empeorada de aquello de “Cuando seas padre comerás huevos”. Me parece a mí que se me acabaron las tiquismiqueces con el tema de la comida (¡y con tantas otras cosas!). Esto sí que es pasar de adolescente a adulta de un plumazo y adiós a las tonterías.